El público femenino, especialmente aquel con poder adquisitivo, era el principal destinatario de las novedades en moda. A lo largo del siglo XIX la moda se convirtió en exclusivamente femenina, mientras que el vestido para el hombre se hace cada vez más sobrio y homogéneo. En las mujeres recaía la obligación de mostrarse bellas, de exhibir la riqueza familiar y de vestir según la moral de la época. En este sentido hay que observar que, desde la década de 1890 en adelante, el vestido femenino se fue simplificando, buscando cada vez más una línea más natural y dejando atrás artefactos y formas artificiosas. Un punto de inflexión fue la pérdida del polisón, que desapareció a finales de la década de 1880. Sin embargo, el corsé siguió modelando el cuerpo y apretando la cintura prácticamente hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. El vestido guardaba todavía recursos como las varillas, que le daban rigidez, o las enaguas, que se llevaban bajo la falda y contribuían a darle la característica forma de corola. No fue hasta 1909 cuando el cuerpo femenino tomó una silueta filiforme, mucho más orgánica y natural.
Durante la última década del siglo xix el cuerpo de la mujer se cerraba dentro del traje, cargado de referencias historicistas a través de la ornamentación aplicada: puntillas, blondas, lacitos y todo tipo de recursos que buscaban disimular las líneas tectónicas de las prendas. Sin embargo, no se trataba de una imitación de las formas del pasado, sino más bien de una reinterpretación en pro de la modernidad. Hacia 1895 las mangas se hincharon sobre los hombros, creando una imponente forma globular, mientras que en los años posteriores se desplomaron, cayendo sobre las muñecas y recogiéndose en el puño. El cambio de siglo vino acompañado también de una modificación sustancial de la silueta femenina: ahora el busto se seguía adelante, mientras que las caderas y las nalgas se proyectaban atrás con una suave curva. La primera década del siglo xx recupera una línea más natural, con los volúmenes del cuerpo menos definidos. Sin embargo, es interesante observar que las mujeres empiezan a combinar blusas de un color con faldas de distinto color y tejido, en una visión más funcional y dinámica del vestido, en clara consonancia con una incipiente emancipación femenina. Los cuerpos se alisan sobre el vientre, creando una característica forma en ‘S’ que muy a menudo se ha querido relacionar con la estética modernista. El cabello, a principios de siglo, se recogía con un atado débil, dejando que la cabellera creara una suave curva alrededor de la cara. Los vestidos podían ser de cuello alto o de cuello caja pero, generalmente, los vestidos de fiesta mostraban grandes escotes. Hay que tener en cuenta que la moda a menudo estaba reservada a las clases altas. La indumentaria de las clases bajas seguía una evolución mucho más lenta. Al no poder cambiar tanto de ropa, los colores empleados eran más oscuros, y los materiales, más resistentes. Asimismo, las señoras mayores vestían de manera más sobria y discreta. Vestirse se había convertido en un juego de combinaciones de materiales, prendas y colores. Plumas, pedrería, volantes y todo tipo de elementos podían formar propuestas cada vez más atrevidas, pensadas para unas mujeres nuevas, que accedían a nuevas actividades y que, llevadas por la modernidad, interesaban e inspiraban a artistas y cronistas de la época.
Laura Casal-Valls